Germen y futuro de un bailarín

Manuel Rodríguez, bailarín

EL PAÍS MADRID CRÍTICA: DANZA LIMITS
ROGER SALAS - Madrid - 08/04/2011

Reconforta encontrar el talento de un bailarín-coreógrafo, algo que escasea en su manifestación más vertical. Aparecen voces asociadas al teatro del gesto o a otras corrientes, pero la primera impresión que se tiene con este debutante de lujo es que se trata de un artista de danza contemporánea al que le interesa la danza misma, la génesis del movimiento, la enjundia que alberga una arriesgada proposición que pasa de lo decente a lo enervante.

Manuel Rodríguez es original en lo que hace y parte de una formación bastante limitada. Eso se ve, pero no es pretencioso en lo absoluto, como si conociera su cuerpo muy bien y la asunción de ese diapasón le liberara de demostraciones a ultranza. Lo interesante es, entre otras cosas, cómo supera sus carencias a base de trabajo disciplinar, de soluciones escénicas.

Con un físico particular, casi gótico, longuísimo en la línea (brazos como aspas, interminables, con piernas a juego), se crece por su voluntad modular, con lo que simula la estructura del espectáculo, a todas luces revisable (y debe hacerlo) si se somete a un análisis del movimiento más a fondo donde además del espejo interviene el cálculo.

El universo monologar hace de péndulo desde la dispersión a la concentración, con una presentación en riguroso altorrelieve de contraste en la que se ve ayudado académicamente por las luces cenitales y rasantes, procesando unas formas que tienen, en su dinámica, algo de escultórico.

Ese discurso poco distanciado de sí mismo es otro factor bisoño, parte del proceso en marcha, otra de sus fases alentadoras. Limits se abre con una diagonal muy forzada en su equilibrio inestable (piénsese en el uso que da William Forsythe a este término como figuración) dibujando una mímica hosca y agonista que va revelando al espectador el discurso, las líneas casi siempre rectas y truncadas por mor de un efecto de distorsión voluntarioso no exento de ironía y donde no hay ni una mínima gota de humor; se llega a respirar trabajosamente un tono dramático.

Ese discurso obtura en posicionamientos que sirven de tránsito, y de allí esa fluidez extenuante del material que no acaba y es reiniciado en canon aleatorio, lo que no es una contradicción, sino el feliz boceto de un estilo, los roces de una estética, y por eso podemos hablar de descubrimiento, bien entendido que esa explotación de sus proporciones físicas, como acto de taller, ha sufrido un pulimento adecuado hacia la obra consumada de baile.

El trabajo de suelo de Rodríguez evoca sin estridencia su pasado break, lo matiza tanto que muy intencionadamente se vuelve formalista, circula por el fraseado con gravedad y llega a sus brazos, sinuosos fugazmente, expresivos, para volver a entrar en el discurso facetado, de aristas. El suelo se percibe como un enemigo del que se quiere separar.

El bailarín aparece impecablemente vestido por David Delfín. Hay un uso del color intencionado, brutal, como foco dinamizador al que se regresa tras un intento de liberación ambiciosa en el espacio. El bailarín reta ilusoriamente la planimetría disponible sin descomponerse, estilizando su obseso continuo como un ritual que aún en su frialdad geométrica rezuma cierto hedonismo. No se da tregua, pero se contempla. El tiempo se va volando y eso es muy buen signo también hasta que se llega al decisivo bloque final donde reafirma lo mucho que le queda por decir.

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