El otro profesor Franz de Copenhague




Cuando los cómics todavía no se llamaban así había una página semanal fascinante en el TBO, titulada Los inventos del profesor Franz de Copenhague. Mientras sus colegas contaban historias con viñetas, Nit, Tinez, Benejam, Tur y Sabatés, autores sucesivos de estos inventos del TBO, dibujaban al detalle artilugios mecánicos descacharrantes de utilidad improbable, tales como, por ejemplo, un limpiador de gafas para motoristas compuesto de cisterna, bomba hidráulica, campana y elefante asiático.

Jean-Pierre Larroche, director de la compañía francesa Les Áteliers du Spectacle, es el Franz de Copenhague del teatro: un demiurgo huidizo en medio de un mar de cachivaches cuyo sentido se nos escapa hasta que empiezan a moverse como por arte de magia.

À distances, que interpreta junto a Marion Lefebvre, es un espectáculo de variedades poéticas protagonizado por artefactos animados: una sucesión de números donde, sin contársenos historia alguna, se nos descubre el alma de los objetos y la vida secreta de la materia inerte.

¿Cómo dar una idea aproximada de lo que sucede en À distances? Si conocen el teatrito de barraca de los Hermanos Oligor o el Circo de Alexander Calder, aquella locura que en los años veinte el entonces incipiente escultor montó con figuritas de hilo y de hierro, quizá puedan hacerse idea de cómo es y por dónde va el universo de Larroche.

Durante el primero de los siete números de su espectáculo, en un teatrito a escala colocado en medio del teatro Pradillo se representa una función bulliciosa sin actores, técnicos ni personajes.

Sus intérpretes son un mar de objetos minúsculos, movidos por Larroche con un haz de hilos desde seis metros de distancia: el ruido que hacen se vuelve estruendo, recogido por micrófonos minúsculos, y amplificado.

Los protagonistas de otro de los números son una docena de taburetes desperdigados por el escenario del Pradillo, sobre los que reposan macetas y pilas de frágil vajilla.

Uno de ellos dobla en humana genuflexión una de sus patas de madera, dejando caer los platos con estrépito: es el comienzo de una reacción química en cadena, de una divertida batalla entre el creador y sus criaturas.

En À distances confluyen la física recreativa, la mecánica para besugos, la pintura en vivo, la performance con un halo de misterio, el uso ingenioso de las nuevas tecnologías y un humor filosófico y surreal. Sus intérpretes, tan serios como parecen, se lo pasan pipa, y nosotros también.

Lástima que esté tan poquitos días en cartel.

JAVIER VALLEJO - Madrid - 24/01/2010
d.

And the winner is



Y lo mejor de este arranque de festival, los franceses de Les ateliers du espectacle, con A distances, obra maestra de exquisita tensión dramática a base de chirrios, golpes de efectos, y poesía visual a troche y moche. Un gustazo.
Si tienen un teatro, programen a estos franceses, el domingo pasado en Pradillo hicieron 200 funciones. Por algo será.
D.

Actos de juventud



Nadie entiende que La Tristura son unos viejos de 20 años. Todo el mundo les ve como unos chavales emulando a sus maestros. Y es falso, La Tristura son un compañía en ocaso, no creativo, sino que sus paradigmas, su poesía, son de viejos, de gente de cincuenta años. Es raro, pero es así.

Actos de juventud es demasiado larga, pero su luz es la del atardecer, la del campo en verano, la de la siesta. Imágenes bellas, puras, sólo sentidas por bardos experimentados en la vida que ya no se quedan con las florituras, que prefieren los aromas, las risas, la vida. Me recordó, no sé por qué, El Sur de Victor Erice. Ya digo, unos viejos.

Con Años 90, La Tristura homenajeó a un teatro pasado que ellos, que todos, admirabamos. Y que entonces, gustó por que lo hicieron desde la posición que todos esperaban que tomasen: la de unos jóvenes, que hablan como jóvenes,... locuras de juventud, ya se les pasarán. Pues, no, ya estonces, y como ahora en su última creación, hablan como lo que son: viejos, la obra va de viejos, de los que pasó en los años setenta, de los ochenta, ... Cómo Cuéntame...

Me gusta esta compañía, por que pocos les entienden al ser para este mundo teatresco, demasiado puros, frágiles, sin aristas. Lástima que parezca que se están despidiendo del teatro, que se separan, lástima que se acabe ese modo de contar.
D.

Entrar al trapo






David Fernández buscó su lugar en el mundo, primero entre los vivos, los trabajadores, los que viven lejos de casa de sus padres, los que ganan algo por ellos mismos para comer, los que tienen amigos, pareja, un techo.

Luego buscó su lugar en el mundo como artista, se formó sin maestros, autodidacta, se dedicó con disciplina, sacrificio, rozando la demencia, a aprender, a cuidar su físico, a bailar, a tocar el violonchelo, a saber programar con MAX/MSP, se movió para descubrir lo que le gustaba del teatro, lo que se hacía en éste tiempo, y lo que no le gustaba, lo que quería emular, lo que quería copiar, a que puertas llamar, que modos de relacionarse, de promocionarse, de distribuirse, de que te programen, en que salas actuar, ...

Luego hizo unos cuantos espectáculos, donde probó diversas modos de contar, más de éste estilo, más de ésto otro, conoció a otras gentes, hizo más amigos y más enemigos.

Anoche vimos su último espectáculo: El corazón, la boca, los hechos y la vida. El último, pero que en realidad parece el primero. Un espectáculo bueno, tan redondo, inspirado, copiado y tan original como el de un buen principiante con talento.

El primero, pues, por que los demás no cuentan ya. Tras su periplo, David ha aprendido a estar en escena, se ha hecho profesional, ha encontrado su lugar en el mundo.

David, nos permite escuchar a su padre (un tipo extraordinario, feliz, recientemente padre ya en las puertas de vejez). Le oímos, adentrándonos en su privacidad, como le trata con una mezcla de cariño y sorna, perdonándole tantos y tantos desplantes que debe producir a un progenitor, el haber tenido un hijo problemático, introspectivo, dispuesto siempre (por amor) a cambiar las cosas malas e injustas del mundo, tronando y despotricando sin mesura. Hoy, el padre ve que el hijo ya ha dejado de ser un incordio y se ha convertido en un cómico, más bien en un avatar dirigido por lo demás gracias a un simple mando de la WII. Un triste payaso capaz de transmitirnos su natural patetismo, y de mostrarnos nuestra propias miserias llegándonos, incluso con humor, al corazón

David Fernández ha madurado. El padre debe de estar muy satisfecho de su hijo.
D.